Gran Hermano: El Precio de la Dignidad
Rebeca Quintans/Andrés Sánchez.
Editorial: Ardi beltza. Año 2000.
ENSAYO SOBRE UN ESPECTACULO DE VIDEO-VIGILANCIA
Hay derechos renunciables. Y el de la intimidad, al parecer, es uno de ellos. El Gran Hermano es, en este sentido, un experimento que viene a demostrar hasta que punto el poder mediático puede apretar la venda de la justicia para mejor desarrollo de la “sociedad del espectáculo” sin que las voces de protesta llegue a significar mas que un ruido de fondo frente al éxito atronador de la tele basura.
En este primer mundo nuestro, del que no se cansan de decirnos que es el mejor o menos malos de los mundos posibles, parece que hemos superado ya la etapa en la que debíamos de luchar por conquistar derechos.Ahora son tan nuestros y tenemos tantos, eso dicen, que los podemos vender o alquilar sin ponerlos en cuestión.Y al hacerlo, demostramos lo libres que somos.
En un momento en el que se debate la legalidad de las cámaras de video vigilancia en nuestras calles y, fundamentalmente, la utilización que de las imágenes obtenidas pueda hacerse, aparece un programa de televisión que promueve la idea de que ser observados por otros no tiene porque tener una mala intención. Los conductores del show del Telecinco sostienen que es muy natural querer observar la intimidad de otros, muy humano; y que los que se sometan a ello obtienen a cambio una experiencia enriquecedor que les da opción a conocerse a si mismo, en lo bueno y en lo malo, como en una revelación. Es todo tan absurdo y resulta tan poco convincente y sospechoso, que hubo de aderezarse de una gratificación económica para las victimas –y grandes dosis de morbo para los espectadores-a fin de que fuera posible llevarse a efecto. Pero lo han logrado. Y han creado un monstruo, complejo y desbordante, que quedara como precedente de una experiencia colectiva infamante y de consecuencias todavía impredecibles. Así, los mandamases de la industria telesiva, los patrocinadores, un equipo técnico de 130 personas, 14 concursantes y más de 10 millones de telespectadores han cooperado en un experimento que si no ha sido diseñado por el poder para ponernos a prueba, lo parece. O al menos, pone en duda su papel de garante de oficio de los derechos de los ciudadanos. Entre ellos, la dignidad.
Como cualquier producto de telebasura (programas del corazón, culebrones, reallity shows del morbo…), el Gran Hermano aprovecha el tirón enfermizo que tiene en los televidentes la pasión por lo violento, la sexual, lo escatológico…ese esqueleto de contrapoder infantiloide que rige a la sociedad a la que se le escatima la información y la formación académica con sobredosis de espectáculo de masas de “interés general”. Tampoco es este el momento ni el lugar de entrar al estudio de por que esto es así desde los tiempos del teatro griego o del circo romano…desde antes, incluso, y para siempre después. Situados en una perspectiva freudiana, diríamos que cuando se reprimen en la colectividad los instintos espontáneos de lógicamente de un modo natural (escatimado alimentos, por ejemplo), afloran las bajas pasiones como una válvula de escape, como una sublimación de los deseos no satisfechos. No nos perdamos más en este asunto. Todos sabemos que cuando se alimente al morbo se obtiene una respuesta. Y el Gran Hermano no es en este sentido nada nuevo. La sana curiosidad humana puede ser fácilmente desviada hacia el cotilleo o el voyerismo.
Tampoco es nuevo que la industria televisiva se escude en los índices de audiencia como coartada para darnos lo que ellos quieren, cuando no nos dejan elegir entre tantas opciones. De la misma manera se escuda el poder político en la opinión pública favorable previamente manipulada, o en los votos consecuencia de lo anterior. Apelan a la “sabiduría de las masas”, como garantía de sus libertades, que es como dar por sentado una ciencia infusa de origen desconocido a las masas… la misma que les hacia aplaudir en el circo romano cuando se abría el foso de los leones, como cuando escuchaban enardecidos los discursos de Musollini, Hitler o Franco; o las buenas razones para que los blancos sureños defendiese la esclavitud o los demócratas británicos negasen el voto a las mujeres. Todo eso son muestras de la “sabiduría popular” apoyada por las “bondadosas autoridades”.
El Gran Hermano ha sido un gran éxito, pero los programadores de televisión saben que, por lo común, una buena película en la parrilla vence a cualquier adversario y no lo ponen en práctica, ni frente a esto, ni frente a otros productos de telebasura. No es eso lo que quieren, no se ajusta a sus fines, que son ofrecer productos que sirvan como buenos soportes publicitarios en la autopista de las mercaderías que es la televisión. Y ahí, los anunciantes mandan.
El Gran Hermano interesa a sus promotores, en primer lugar, igual que la prensa rosa como escenario desde el que lanzar productos de consumo, ya sean maquillaje, galletas, bicicletas estáticas o neveras de colores. En este sentido, indudablemente, es mucho mejor producto que, por ejemplo, el Bienvenido Mr. Marshall de Berlanga o cualquier película de similares características y calidad que se pudiera hacer en la actualidad. Y en segundo termino –al igual que la prensa rosa-, interesa por el enfoque ideológico general que transmite, enmarcado en un sistema de valores en el que los derechos del ciudadano pasan a un segundo plano frente a los de las multinacionales de la economía de mercado. También aquí vencería a Berlanga.
Pero no todo en el Gran Hermano es mera repetición de modelos ya probados como eficientes en la práctica. El experimento nos ha cogido a todos por sorpresa por una serie de elementos nuevos que vale la pena revisar brevemente antes de entrar de una vez en materia
Otra vuelta de tuerca en la sociedad del espectáculo
En gran medida el éxito alcanzado por el Gran Hermano habrá que atribuírselo al factor sorpresa. Se trata de un formato nuevo, con características absolutamente novedosas, que lo primero que ha provocado es expectación en la audiencia. Tanto se había hablado de el en la prensa en las semanas previas a su estreno y, sobre todo, de la polémica que había provocado en su edición en otros países, que había que verlo. Es más que probable que los programas secuela de este, o sucesivas ediciones del mismo no alcancen jamás las mismas cotas de audiencia.
Pero la expectación creada en torno a él no es suficiente para justificar el fenómeno de masas que se produjo después, con la aterradora cifra de 10 millones de telespectadores siguiendo el poco hacer y nada de decir de los habitantes de la casa. Diez millones de audiencia (con algunas puntas de 11 millones) es una cifra de record en la historia de la televisión en el Estado Español, que ha pasado por encima de los momentos de mayor fiebre futbolístico.
Fascinado ante su osadía al comienzo, y poco a poco enganchado al culebron de nimiedades encadenadas fabricadas por los espectadores de la cultura de masas, el público ha caído en la trampa de subvencionar de su bolsillo el invento, que es, en última instancia, la función del telespectador de cualquier programa de televisión.
La intimidad vendida como espectáculo tiene su origen en el reality programing (la “televisión realidad”) que, como estilo de hacer, se inicio en los ochenta en Estados Unidos e Italia. De ahí, se fue en torno a personajes anónimos, reales, y a problemas que no habían sido producto de la imaginación de un guionista. En el Estado español siguieron esta línea programas como Vivir cada día, a caballo entre el documental y el drama, que tomo como sus protagonistas a héroes locales y grupos sociales diversos. Naturalmente, para aumentar la audiencia, estos programas enseguida evolucionaron hacia temas y personajes cada vez más estralafarios. Y para con espontaneidad de los participantes. No debían aparecer como si espontaneidad de los participantes. No debían aparecer como si todo estuviera preparado y planificado, sino como en la vida misma. De modo que si antes se les presentaba como malos actores contando o recreando su propia vida, ahora se prefería sorprenderles con las cámaras en situaciones inesperadas, grabarlos a traición o en los reality shows en plato, desencajarles con llamadas o apariciones en directo de personajes involucrados en las historias que contaban.
Cuando a principios de los noventa este tipo de programas llegaron a Francia, se origino la polémica. El debate aun pervive hoy y se incrementa en toda Europa. La legalidad esta puesta en duda desde entonces, referida siempre a los atentados contra la dignidad humana en relación a la privacidad y disfrazadas de libertad de información. En ellos se trata de argumentar como riqueza democrática simples productos comerciales del voyerismo y el exhibicionismo.
Los reality shows (entre los que podríamos citar todos los programas que incluyen como tema aspectos íntimos de la vida de las personas) se argumentaron, en otro tiempo, en la exposición terapéutica de problemas íntimos personales, de testimonios de problemas sociales para enfrentarlos a su solución. Así han convencido durante años los presentadores de programas como las tardes de Ana, Sabor a ti o tantos otros, a sus invitadas-ya fueran madres solteras, mujeres maltratadas o adictas al juego- para que fueran a televisión a contar sus desgracias delante de todo el mundo. Por un lado, les decían, seria bueno para ellas hablar en público de sus problemas y, por otro, el testimonio de su experiencia ayudaría a más personas en sus mismas circunstancias. Hoy no existe cinismo suficiente para mantenerlo en público (aunque en privado los redactores siguen utilizando los mismos argumentos con sus victimas); simplemente, se dramatiza el programa para mejor conquista de la audiencia. En cualquier caso, el esfuerzo que han de hacer es cada vez menor: miles de personas desean salir en la tele caiga quien caiga. En todos estos programas reciben a diario centenares de cartas con propuestas para vender su alma a cambio de un minuto de gloria.
Hace medio siglo, se producía “el efecto escaparate” en algunas capitales cuando se exponía un televisor encendido. Al otro lado del cristal, las futuras multitudes televidentes se paraban unos instantes con las narices pegadas. Después seguían su camino pensando que hacia falta seis sueldos para comprarse un aparato receptor. Se estaba entrando en la era de la caja tonta. La envidia empezó a medirse por el tamaño del televisor deseado. Y la categoría social se estableció en dos niveles, por tener o no tener televisor en el domicilio.No pocos iban a casa de la vecina por la noche. Con posterioridad se crearían los teleclubs. Los menos adinerados y más orgullosos se instalaban la antena como signo externo de riqueza aunque el televisor llegase años mas tarde.
Hace dos décadas, volvió a producirse el efecto escaparate.Entonces fue con las primeras cámaras de video. Cualquiera que pasase por la calle frente a un comercio de electrodomésticos se encontraban al mismo tiempo en la pantalla del televisor expuesto al otro lado del cristal. Los viandantes frenaban en seco, se acercaban y aquello se convertía en un primer plano donde uno era el protagonista. Se movía a izquierda y derecha como un mono frente a un espejo. El semejante virtual de uno mismo estaba allí, desplazándose en sentido contrario. La gente hacia cola para verse en el televisor. Los niños eran los únicos que se reían del fenómeno óptico.
Los adultos permanecían serios, descubriendo su human dosis de narcisismo, exhibicionismo. La fascinación que provoca la imagen luminosa de la pantalla del televisor es irrebatible como fenómeno social.Un buen ejemplo en la actualidad es el programa El Informal (de Telecinco). Aparcado tras una cristalera, el público juega al efecto escaparate, fundido con los protagonistas-presentadores.
Nadie ha sido capaz de explicar todavía por que y como la televisión consigue hipnotizar a los telespectadores y dejarlos pegados al sillón durante horas (entre tres y cuatro diarias); y mucho menos, la fascinación de algunas por salir en la pequeña pantalla. Pero contamos con algunas claves, sobre todo para intentar aclarar la primera cuestión. Sabemos, por ejemplo, que las historias contadas en forma de serial “enganchan”. Ya los sabían los escritores de novelas del siglo XIX, que las publicaban por capítulos en periódicos literarios; los que hacían seriales radiofónicos antes de la televisión; los fabricantes de culebrones…
En el ámbito de los reality shows también se ha demostrado efectivo cuando hubo ocasión. Un claro ejemplo del fenómeno fue el seguimiento del juicio de Alcaser en Esta noche cruzamos el Missisipi, en Telecinco, quizás el único programa que podría citarse como antecedente del fenómeno Gran Hermano. Con este nuevo engendro, para mayor enganche de las masas, comparte, además de la estructural de serial, el establecimiento de un juicio paralelo. En El Gran Hermano de Telecinco, gracias a la estructura de concurso en el que el publico tiene que ir eliminando personajes sucesivamente, se somete al juicio de los “enganchados” tanto a los concursantes como a sus familias. La audiencia participa no solo hablando con los demás en un entorno invadido por el culebron; cuando llega el momento cumbre del juicio, se encuentra con la posibilidad de echar del “paraíso” del Gran Hermano a ese personaje que le han hecho percibir como insoportable. Se busca la complicidad de los telespectadores, hacerles delatores y jueces, a 149 pesetas minuto que cuesta la llamada para tener voto, para condenar al concursante que menos audiencia concita.
La madre de Vanesa(una de los concursantes que salio peor parada en el juicio) se quejo en diferentes ocasiones del acoso que sufría su hija, alentado por los programas paralelos de la misma cadena: Crónicas Marcianas y Día a Día. Acoso que se materializo en las convocatorias de una concentración para ir a tirarle piedras a Vanesa a la salida de la casa del Gran Hermano. Y que llego con grupos de fanáticos hasta las puertas de su pequeño negocio de panadería.
Gustavo, el marido de Marina (otro participante), padeció las criticas de su entorno por comerse en vivió y en directo por televisión el enamoramiento de su mujer del medico y concursante Nacho. Y es que, una vez implantado la ficción como si de realidad se tratase, es difícil parar el proceso.
Otro punto en común del Gran Hermano con el fenómeno Alcaser/Mississipi fue la invasión del programa, como tema de conversación, en todos los rincones de la vida social. El programa Gran Hermano lo anunciaron con el eslogan “La vida en directo”.
Lo que no nos alertaron eran que iban a vivir en nuestras propias casas y nuestras propias, hurtándonos tiempo para ocuparnos de nosotros mismos. Nos invadieron los hogares, los centros de trabajo, las tertulias con los amigos y la familia…
Estamos acostumbrados a escuchar que lo que no sale en televisión, no existe. Y se va más lejos todavía, gracias al empobrecimiento cultural de la sociedad-espectáculo. La “cultura del entrenimiento”, que es de hecho la incultura de la distracción, de la alineación, impone unos mensajes vacíos de contenidos, enfermizos; gentes “¡gerapad!”(modelo de protagonista tomado de la publicidad) que son aceptados como famosos de la realidad. Pero no solo no existe aquellos que no aparece en la televisión, tampoco existe la persona que no lo sigue. Los televisores nos han invadido como naves provenientes del Olimpo de los dioses. Y de ellos han salido quienes dicen ser Gulliver en el país de los enanos. Los enanos, evidentemente, somos nosotros. Ellos son los amos del prodigio, los héroes argonautas en busca del vellocino de oro que nos dejan mirar por el agujero de la cerradura de la historia: el televisor. Se ha eliminado la realidad y se es o no se es miembro de la sociedad si se consume del espectáculo, se luce ante los demás, se sentencia con las frases acuñadas.
En lo que definitivamente Gran Hermano se diferencia de cualquier otro modelo anterior es en que todo se ha creado de la nada.No hay una realidad previa en la que apoyarse como en otros casos, aunque se tratara de algo tan aterrador como la violación y asesinato de tres niñas. Aquí no había nada, mas que la nave agrícola en donde se monto la casa, y diez personajes tan desconocido como carentes de interés. La materia es puro espectáculo. No hay nada detrás. La televisión es el verbo, como lo fue Dios en otros tiempos. El Gran Hermano es la revelación de hoy, una visión dantesca de los círculos del Limbo intelectual, donde aparecen como pecadores, en medio del juicio de las masas televidentes, una muestra de diez humanos, incluso desnudos de sus vergüenzas (como Adán y Eva),ante los ojos lucidos del dios de la pequeña pantalla.
Gran Hermano es un salto mortal mas en la pirueta del espectáculo.Pero nadie debe temerse que se ha llegado al límite de lo imposible. Otros grupos que compiten por un premio millonario, que ponen precio a sus dignidades, están por llegar en los meses venideros: vivir en un autobús o sobrevivir en una isla salvaje será el espectáculo de la próxima temporada, la siguiente oferta de victimas de moda para el consumo masivo.
Homínido del paro a la fama.
Otro aspecto absolutamente novedoso en el desarrollo del Gran Hermano es el tipo de participantes-colaboradores con los que ha contado. Se trata de personas abominas, sin ningún merito ni interés especial para el publico. Además, el contrario de otros programas de televisión, aquí no hay apenas argumentos para justificar su sometimiento
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
-
Nació en Paysandú, Uruguay, en 1926.Poeta, compositor, escritor e investigador del folclore latinoamericano. En 1940, bajo la dirección del ...
-
LOS QUE MUEREN POR LA VIDA Los que mueren por la vida no pueden llamarse muertos y a partir de este momento es prohibido llorarlos que se ca...
-
¿Cuántos canales de televisión había realmente en la URSS? La mayoría, sin dudarlo, responderá: "Dos canales. ¡Primero y segundo! Otr...
No hay comentarios:
Publicar un comentario