domingo, septiembre 10, 2023

Te doy una canción/canciones

 

Un breve paseo por las maravillas político-amorosas que María Jiménez construyó a partir de composiciones ajenas

Pedro G. Romero 9/09/2023

María Jiménez en uno de sus espectáculos durante la Gira Histórica. / Pablo Juliá

Debo al genio de María Jiménez una escena conmovedora y terrible a la vez. Paseaba por Madrid con el filósofo Georges Didi-Huberman y cuando hablábamos del genial cine de Basilio Martín Patino me di cuenta de que estábamos cerca de su casa. Sabía que el alzhéimer estaba haciendo mella en el director salmantino pero no hacía mucho habíamos hablado y, bien, atendía con resolución y alegría las cuestiones de nuestras conversación. Así que le propuse a Georges subir a verlo y conocer al artista que admiraba. Nos atendió su mujer y Basilio se sentó con nosotros en la terraza a tomar un café. La enfermedad estaba muy presente y ese efecto sobre el gran cineasta de la memoria de nuestro país tenía un acento poético. Lo sé bien, lo vivo ahora en la carne de mi querida madre. Lo que se olvida y lo que se recuerda siempre es un enigma que nos hace cuestionarnos, ¿y esto, por qué? Y esas repeticiones, codas musicales y agónicas que insisten una y otra vez sobre un asunto que parece que acabamos de resolver. Pensar todo esto sentado con Martin Patino y Didi Huberman, sentado con estas dos memorias, era algo poético y prodigioso. Es una paradoja distinta, pero no se puede entender la transición política española sin hacer del alzhéimer de Adolfo Suárez una alegoría terrible, teñida de humor negro, seguramente, pero que explica tantas cosas. 

En un momento dado hablamos de Libre te quiero, el film de Patino sobre el 15-M. Le hablé de mi fascinación por la versión de María Jiménez de esa canción y cómo el propio Agustín García Calvo, autor de la letra, me había confesado, a instancia de Isabel Escudero, que prefería esa versión a la original de su compositor Amancio Prada. La letra la abre María con un emocionante: “Recuerdo que tú me decías”. Después seguían los versos emocionantes: “Libre te quiero,/ como arroyo que brinca/ de peña en peña,/ pero no mía.// Grande te quiero/como monte preñado/de primavera,/ pero no mía.//Buena te quiero/ como pan que no sabe/ su masa buena,/ pero no mía.//Alta te quiero/ como chopo que al cielo/ se despereza,/ pero no mía. //Blanca te quiero/ como flor de azahares/ sobre la tierra,/ pero no mía.” Y entonces estallaba, a modo de estribillo, ese “Pero no mía,/ni de Dios ni de nadie/ni tuya siquiera”. Una y otra vez repetido, “ni de Dios ni de nadie/ni tuya siquiera”. “Ni tuya siquiera”. 

María Jiménez - Libre te quiero

Le cantábamos la letra a Georges para que supiera de qué estábamos hablando. Yo le decía a Basilio que sí, que esa versión hubiera sido mejor para su película sobre las plazas, sobre esa revuelta política determinante que sucedió en Madrid, en España, en mayo de 2011. Basilio asentaba con la cabeza y se reía y decía que era una lástima y que no, no conocía esa versión. Cambiamos de tema, hablamos de cine y de memoria, de montaje y de guerra civil. Y, de pronto, empezó la terrible secuencia. Basilio volvió a preguntarme una y otra vez, “y tú dices que hay una versión de Libre te quiero, ¿cantada por quién?”. Una y otra vez me hacía la pregunta y yo le respondía María Jiménez y se repetía sustancialmente la conversación. Veíamos los estragos de la enfermedad, pero también nos preguntamos, precisamente, en este tramo de la conversación, por qué repetir una y otra vez esto con todas las cosas de las que habíamos hablado. Basilio estaba fatigado y en el séptimo o noveno María Jiménez nos levantamos y nos despedimos cariñosamente. Claro, uno no podía dejar de hacerse preguntas sobre el tiempo, sobre el montaje, sobre la historia. La alegoría terrible que nos había regalado el alzhéimer que arruinaba la memoria del maestro. 

Georges Didi-Huberman. / CCCB

Bajando por las escaleras, Didi-Huberman quería saber más sobre esta artista flamenca que no conocía, María Jiménez. Se me ocurrió decirle una barbaridad que seguro puede ser cierta. “Georges, lo que toda una generación descubrió en las plazas del 15-M, que la política también era afecto, amor, deseo, placer, alegría, todo eso muchos lo descubrimos escuchando a María Jiménez.” Una exageración hiperbólica que, para mí, hoy, es lapidaria, estando tan cerca su muerte. María Jiménez había llevado la bulería y la rumba a cotas y excesos que el género no soñó jamás. El arrastre sexual que daba a cada verso conmovía a cualquiera. Los flamencos, siempre injustos, no la reconocen entre las suyas y la mandan a las filas de la copla y, desde allí, nos la mandan de vuelta, como a Bambino, otro grande, por el ejercicio ‘menor’ que daban siempre a su mercancía cantable. Aceptemos la palabra ‘menor’, sí, en el sentido que le daban Deleuze y Guattari a la palabra en Una literatura menor, aquello que desterritorializa y, a la vez, es voz de una comunidad. Y esa fue, sin duda, la entrada de María Jiménez en el mundo discográfico de la mano de Gonzalo García-Pelayo, que ensayó con ella una de sus más audaces ideas. Hacer que los grandes himnos políticos sean también grandes canciones de amor.

En su obra maestra de 1978, Vivir en Sevilla, se repite sobre uno de los personajes, un joven que escucha una y otra vez a Carlos Puebla y los tradicionales con Hasta siempre comandante, un disco que García Pelayo importó para su sello Gong. “Escucha una y otra vez la canción como si fuera una canción de amor”, dice la voz en off. El Ché Guevara convertido en leitmotiv de eros –¿y acaso no era esa la razón de su éxito?–. Años atrás Maruja Garrido había colado a la censura franquista Avanti Ché, versionando por rumba el himno dedicado al revolucionario argentino. García-Pelayo cultivó el hallazgo profusamente con María Jiménez desde su primer gran éxito, aquel Vámonos del gran José Alfredo Jiménez que encendía el ascenso de esa juventud marxista y flamenca: “Yo no entiendo esas cosas de las clases sociales”. 

María Jiménez había llevado la bulería y la rumba a cotas y excesos que el género no soñó jamás

Recuerdo que Gonzalo me contó la sesión de grabación de otra magnífica, La Susi. Gonzalo grabó con ella, en 1977, Como tú, el poema de León Felipe que musicó Paco Ibáñez a finales de los años 60. “Como tú piedra pequeña, cómo tú, guijarro humilde, cómo tú, que no sirves para ser piedra de una lonja, ni piedra de un palacio ni piedra de una iglesia, ni piedra de una audiencia, cómo tú”. Yo lloraba cada vez que escuchaba a La Susi en una interpretación sentida y última que llegaba muchísimo más allá de la versión de su autor. Y ese ¡ay!, lastimoso del final. Para mí era un misterio como La Susi había hecho suya esa letra. Conocí a La Susi, la escuché muchas veces cantar. Era formidable ese metal suyo, ese paladar en la voz, como dicen los flamencos. Gonzalo me dijo que La Susi ni aprendió la letra. Él se la iba poniendo escrita en unas cartulinas sobre el cristal de la pecera del estudio de grabación y ella hacía suya, lentamente, cada sílaba. Su prodigioso sentido del compás le permitía ralentizar la dicción sin perderse. Ese arrastre de las palabras, ese “guijarro humilde”, resulta todavía prodigioso. Aprendí mucho ahí sobre lo que significa la máquina flamenca, la máquina popular que glosaron Juan de Mairena y Antonio Machado en una sola voz.

Pero sin duda, para mí –creo que tengo repetidos y gastados tres o cuatro ejemplares iguales de aquel vinilo–, la cumbre era la versión rapidísima que habían gestado a partir del Te doy una canción de Silvio Rodríguez. Ahí estaba la clave, creo. El propio Silvio Rodríguez había pergeñado el tema con esa intención, hacerle una canción de amor, de amor terrenal, a la patria. Y la canción funcionaba. Funcionaba hasta que te dabas cuenta de que hablaba de Cuba, de la patria, de la matria si se quiere y eso, en algún momento, hasta para los más cubanos de los cubanos, se hace insoportable. El doble entendido, esa era la clave del himno pero, la virtud de la versión de María Jiménez era que incluso ahí, incluso con el sobreentendido, el tema era pleno. Silvio Rodríguez pone mucho en juego en aquella letra, la propia función del arte, la necesidad política de la palabra, de la palabra amorosa también. Y viceversa. Eso lo supieron ver bien Gonzalo García Pelayo y María Jiménez. En sus Canciones de la Guerra Social Contemporánea, Guy Debord y Alice Becker-Ho no pretendían otra cosa: todos los himnos políticos son canciones de amor. 

Silvio Rodríguez, en 1969. / Wikipedia

Decían que María Jiménez cantaba con el sexo. El machismo exhibicionista de la época la llamaba con el sobrenombre de La Pipa, una manera de defenderse del arrollador erotismo de su voz. Su “garganta profunda” era también una metáfora poco afortunada. Pero no, todo era verdad, con María Jiménez todo era verdad en el sentido sexual de la palabra. Una política de las pasiones, incluso de las bajas pasiones. El bajo materialismo de Georges Bataille. Eros es el motor del 68, eso hay que entenderlo con la misma violencia que lo predicaba Marcuse. Es curioso –esto lo pienso ahora mismo– que todo el proyecto político y poético de Georges Didi-Huberman estos últimos años está también ahí, en la relación política de las pasiones humanas. Los afectos, como decía Spinoza, son la única base posible de la verdadera política. No sólo el amor fraternal, la hermandad, también el deseo desatado, el impulso pasional, el amor loco, también el desamor: “Me contaron que estabas enamorada de otro y entonces me fui a mi cuarto y escribí ese artículo contra el Gobierno por el que estoy preso”, decía el breve epigrama de Ernesto Cardenal. Aplicado a la canción de Silvio Rodríguez era la bomba. “Como un disparo, un libro, una palabra, una guerrilla, como doy el amor.” Me impresiona ahora recordar la cantidad de veces que me he echado a la calle entonando este himno que para mí siempre será una canción de María Jiménez.



sábado, septiembre 02, 2023

La justicia es eterna para Víctor Jara:

 la Corte Suprema de Chile condena a siete exmilitares por el secuestro y homicidio del cantautor

 A dos semanas de que se vaya a cumplir el 50 aniversario del asesinato del cantautor Víctor Jara, la Corte Suprema chilena ha dictado una sentencia definitiva contra siete exmilitares, a los que ha condenado a 15 años de prisión por el secuestro y asesinato del compositor. El tribunal también impone una pena de 10 años por el secuestro del entonces director de Prisiones, Littré Quiroga. Ambos fueron torturados y ultimados a balazos. Los condenados, de entre 73 y 85 años, son Raúl Jofré González, Edwin Dimter Bianchi, Nelson Haase Mazzei, Ernesto Bethke Wulf, Juan Jara Quintana y Hernán Chacón Soto, responsables de dos muertes ominosas. Los cadáveres fueron arrojados en un terreno baldío cerca de las vías del tren, en las inmediaciones del Cementerio Metropolitano de Santiago de Chile, el 16 de septiembre de 1973.

El autor de canciones míticas como Te recuerdo, Amanda o A desalambrar tenía 40 años cuando fue víctima de una muerte horrible. Fue salvajemente torturado, recibió puñetazos, golpes de culata y patadas en la cara y en las manos y terminó acribillado a balazos. Le destrozaron la cabeza, pero mientras aguantaba la paliza Víctor Jara reía, quizá fuera una mueca de terror, pero Víctor siempre llevaba la sonrisa puesta. Antes de que morir pudo escribir un poema, Somos cinco mil, que fue sacado clandestinamente del centro de torturas.


Nacido en Santiago de Chile el 28 de septiembre de 1932, era el cuarto de los seis hijos de un matrimonio campesino que vivió en condiciones de servidumbre feudal. Su padre era analfabeto y alcohólico; su madre, cantora, animaba las fiestas y los velatorios. La pareja y su progenie vivían en la miseria. En 1943, la familia se afincó en los arrabales de Santiago de Chile, lo que dejó honda huella en su memoria y despertó su conciencia política. En las raras ocasiones en que probaban la carne, los Jara creían que era día festivo. Antes de abrazar la fe comunista, Víctor Jara había dado muchos tumbos en su vocación y convicciones. Había querido ser sacerdote e hizo algunas incursiones como actor, al tiempo que ejerció de escenógrafo y gestor cultural. Con esas inquietudes pidió el ingreso en el Partido Comunista, en el que empezó a militar en los años cincuenta, como hicieron otras muchas personalidades de Chile, entre ellas el poeta Pablo Neruda, quien murió probablemente envenenado, pocos días después del golpe de Estado de Pinochet, el general que derrocó al socialista Salvador Allende.


VOCACIÓN TEATRAL

A comienzos de 1970, el compromiso político empujó Víctor Jara a abandonar su cargo como director teatral de la Universidad de Chile, faceta en la se labró un prestigio con montajes como Ánimas de día claro, La remolienda, escrita a cuatro manos con su amigo Alejandro Sieveking; Los invasores, de Egon Wolff, o El círculo de tiza caucasiano, de Bertolt Brecht. La pertenencia al grupo teatral le permitió visitar Chile, Argentina, México, Colombia y otros países. En julio de 1960 a Cuba recaló en Cuba, apenas un año y medio del triunfo de los barbudos, y así conoció sí al Che después de que Fidel Castro diera plantón a la compañía.


El teatro perdió a un actor, dramaturgo y director, pero la música ganó a un cantante que descolló por su ternura y sensibilidad. Ya apuntó maneras con el conjunto folklórico Cuncumén. Venía con la lección medio aprendida, con algunas dotes adquiridas en el Seminario Redentorista de San Bernardo, donde aprendió a cantar gregoriano. Después, tras la desolación que la causó la muerte de su madre. A partir de 1965, cantó como solista en la legendaria peña de los Parra y grabó sus primeros discos, que fueron coronados por el éxito. Junto con Patricio Manns, Isabel y Ángel Parra y Rolando Alarcón, se convirtió en exponente de la Nueva Canción Chilena y, entre 1966 y 1969, dirigió el conjunto Quilapayún. Sin saber lo que era un pentagrama, alumbró canciones imborrables con el sobrio acompañamiento de su guitarra. Cantaba en un tono susurrante que «la vida es eterna en cinco minutos» y recordaba a Amanda, « la sonrisa ancha, la lluvia en el pelo…».


El 11 de septiembre, el día del golpe de Estado, en coherencia con la petición del presidente Allende para que los ciudadanos se concentraran en sus lugares de trabajo, se encaminó a la Universidad Técnica del Estado, donde trabajaba. Allí protestó junto con un millar de personas, hasta que al alba del día siguiente el Ejército tomó el campus y envió a los «prisioneros de guerra» al Estadio Chile, un siniestro escenario de la muerte que hoy lleva el nombre del cantautor. Extenuado por el hambre, la sed y el dolor, aún tuvo fuerzas para escribir un escalofriante poema que entregó, inconcluso, a sus compañeros antes de que los militares se lo llevaran.







"Canta Camarada"Jose Zeca Alfonso(LP 1975)